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La primera vez



A lgunos celebrarán este mes la despedida de la temporada de buceo. Puede que gracias a las mareas, al enfriamiento y a la renovación de las aguas, la última inmersión sea especialmente recordada como una de las mejores. Otros, los más afortunados, seguirán buceando todo el año. Aguantando el tipo con trajes secos o semisecos para las frías aguas invernales, o viajando a destinos tanto tropicales como del hemisferio sur. Incluso también habrá los que se planteen por vez primera bucear bajo el hielo en algún lago de montaña, en un ibón o en la mismísima Antártida. Pero también habrá quien este verano haya buceado por primera vez. Un bautismo, un cursillo de iniciación, o una simple experiencia en apnea. Sin duda, de todos los grupos mencionados éste es el que más envidio.


Es cierto que todas las inmersiones tienen algo de primera vez, ya que siempre nos sucede algo nuevo: un encuentro inesperado, una sensación nueva, nuevas compañías y paisajes, situaciones imprevistas y hasta algún que otro susto... Pero nadie olvida lo que sintió la primera vez que se adentró en los misterios submarinos provisto de unas gafas, unas aletas, y un tubo o una botella de aire.


Las impresiones que produce esa primera vez son tan personales que puede ser vano intentar universalizarlas pero seguro que acertamos a compartir unas cuantas. La preocupación por el frío es una de ellas, ya que nadie entiende muy bien cómo funciona el aislamiento del neopreno allí abajo hasta que se lo prueba y desciende. Ese hilo de agua fría invadiendo el cálido recinto se percibe como una clara amenaza, como el hielo que rasgó el casco del Titanic. Sin embargo, al susto inicial le sigue una asombrosa y agradable sensación: el cuerpo calienta esa diminuta capa de agua transformándola en un excelente aislante. Comenzará así una larga amistad con el neopreno. Su inequívoco olor nos evocará siempre momentos intensos, emocionantes, quizás otros lugares y amigos.


Olvidado el frío, el siguiente temor suele ser la presión. Sabemos compensar porque hemos hecho apneas suficientes con anterioridad, pero nunca hemos descendido de los 10 metros. “¿Qué sentirás a 20, 30 o 40 metros?” No podemos imaginar que, precisamente esos 10 primeros metros son siempre los más difíciles de bajar. La primera vez que miramos nuestro manómetro y vemos que marca -30 metros no podemos creerlo.


Aunque el orden pueda ser otro, la tercera preocupación del principiante es el consumo de aire. Quiere que la inmersión dure lo máximo posible y no quiere forzar la reserva. Además un consumo excesivo delataría su falta de preparación y nerviosismo. A los que vienen de la apnea y están acostumbrados a retener el aire, les cuesta respirar con fluidez. “¿Estaré consumiendo mucho?...Pues no está tan oscuro como imaginaba, hay bastante luz y visibilidad...¡No siento frío, qué alivio!...Menudo paisaje, no me lo hubiera imaginado así nunca...¡Eh que esos se escapan, a ver si me pierdo!...¿Qué bicho será este?”. Esos pensamientos distraen al novato de estar realmente presente en la inmersión. Cuando cree haber superado todos los inconvenientes, aparecerá uno nuevo: su flotabilidad. O se pega al suelo o sale disparado a la superficie: ¡menudo dilema!”


Pero tarde o temprano uno acabará recordando qué fue lo que le decidió a embotarse en un incómodo traje y colocarse encima ese pesado equipo que ya no siente encima suyo. Así que decidirá dejarse abrazar, ingrávido, por el desconcertante y sosegado paisaje que le rodea, desconectando por un momento ese mono loco y desbocado que hay en la capucha. Por fin habrá conseguido ese momento de paz único que buscamos todos los que nos sumergimos.


 
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