Capitán Galerna

Pasábamos los días enteros en la playa. Mis primos siempre eran más valientes en todas las ciencias infantiles. A mi, lo de coger cangrejos me daba repelús, pero lo de tirarme desde el trampolín alto del gabarrón de cabeza es algo que aún no puedo con ello. Solíamos ir nadando a la Isla de Santa Clara desde Ondarreta, y cuando llevábamos gafas, tubo y aletas era cuando más disfrutaba yo. Porque a bucear nadie me ganaba.

A pesar de mis limitaciones físicas para algunas habilidades circenses que te colocaban galones en la cuadrilla y del profundo terror al despotismo de mis educadores, que me impedía hacer gamberradas como atar una tira de petardos en la cola de un pobre perrito, era respetado por mi ingenio, aunque siempre fui considerado un tío raro. Hoy, aquellos valientes piratas, ídolos de mi infancia, tienen vidas de lo más convencionales y nada arriesgadas. Yo, sin embargo sigo practicando el buceo y otros deportes de riesgo como no atarme a un trabajo ni a una hipoteca. Ya desde entonces, con 8 años, comprendí que había una diferencia fundamental entre ellos y yo: Para ellos todo aquello era un inmenso parque de atracciones al servicio de su satisfacción personal. Yo me entendía con la naturaleza y la amaba. Sentía que el único lugar seguro para mi era el fondo del mar, lejos de mis carceleros. Allí me sentía querido por un inmenso viviente que acariciaba cada uno de mis poros. Allí escapaba de los gritos de mis padres, de los de mis hermanos, de los de la cuadrilla. Allí era exclusivo, único, amado y silencioso. Sólo se me exigía admiración y respeto. Por eso, cuando una columna de polvo rojizo se levantaba en las pistas del Club de Tenis, yo sabía que había llegado la hora de mi venganza. La temperatura súbitamente bajaba 10 o 15 grados. Unas nubes negras y veloces devoraban el torreón de Igeldo y, deslizándose por el extraño mar amortajado ascendían por las laderas de la Isla acabando por cubrirla por completo. De repente la galerna irrumpía como una tormenta de arena en el desierto. La gente gritaba, se cubría con sus toallas, corría desordenada y yo, parapetado entre sillas cubiertas de toallas que eran el cuerpo de mi fiel camello, disfrutaba viendo a esa marabunta de profanos barridos por la furia de los elementos. El mar cobraba vida. Las olas comenzaban a azotar la orilla. Los socorristas sacaban a los bañistas del agua con pitidos y megáfonos. Era el fin del mundo. Una playa atestada de domingueros, vacía en 15 minutos. Yo gozaba con aquel espectáculo. Cuando ya no quedaba nadie, aprovechaba para bañarme. El mar, entonces, se mostraba más bello y trasparente que nunca, su salitre se había apoderado de cada rincón y por un momento había recordado a todos quién era el Rey.


Javier Salaberria

 
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