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Grandes
esperanzas
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Parece
que el mundo se nos hace pequeño y no nos quedan lugares sin
explorar. Por eso ahora nos fijamos en Marte. La Luna ya probó
nuestra audacia y estaba demasiado vacía, pero Marte es otra
cosa. Se parece más a la Tierra y puede que incluso tenga agua.
Sin embargo, es aquí donde más agua tenemos, tres cuartas
partes del planeta, y además sin explorar del todo. Curiosa
fortaleza la de los secretos divinos. Por un lado nos limitan con
un universo inmenso, inabarcable, de distancias en años luz
y efectos temporales imposibles. Por otro, nos dan una casa con una
serie de habitaciones cerradas. La más grande de todas tiene
una puerta blindada sellada a presión. Llegaremos a poblar
Marte antes que podamos descender a los abismos oceánicos.
¿Qué guardarán en su impenetrable oscuridad?
Hay un rayo de esperanza para la curiosidad científica de los
mortales: la ciencia aplicada a la exploración subacuática
avanza más rápido que la aplicada a la exploración
del espacio exterior. Quizás porque todo se reduzca a una cuestión
de costos y rentabilidad. ¿Cuánto tardará uno
en ir y volver de Marte? Sin embargo, parece más probable que
un buzo, dentro de unos pocos años, pueda desayunar en California,
almorzar en la Fosa de las Marianas y cenar en su casa de Tokio. También
parece más sencillo poder transportar, a cualquier lugar del
planeta, lo que ese buzo obtenga de allí, antes que traernos
algo de Júpiter o de la Luna. Así, podemos concluir
que, en principio, es más difícil viajar a enormes distancias
que a lugares con más de 500 atmósferas. De momento,
sin embargo, conocemos más cosas de la Luna o de Marte que
de nuestros océanos.
Hemos iniciado la exploración subacuática relativamente
mucho más tarde que la exploración del cosmos. Los pueblos
antiguos conocían muy bien las estrellas y los planetas, sus
movimientos y algunas de sus leyes, pero creían que el mar
estaba lleno de monstruos y no alcanzaban a explorar más allá
de una decena de metros por debajo de la superficie. Sólo hasta
hace unas décadas éramos incapaces de bucear con un
equipo autónomo, aunque ya habíamos roto la barrera
del sonido con aeronaves, mandábamos cohetes al espacio y habíamos
formulado las principales teorías sobre el origen del universo
y las leyes fundamentales de la astrofísica, e incluso habíamos
penetrado en el mundo subatómico. ¿Acaso el mar, a pesar
de ser un eterno compañero de viaje, nos da más miedo
que el espacio abierto? ¿Por qué nos ha apetecido volar
antes que sumergirnos hasta el fondo?
El buceo autónomo ha roto esa tendencia. Conforme hemos descubierto
que hay otro mundo dentro de éste, que creíamos conocer
y dominar, nos ha empezado a interesar más y más lo
que guardan sus oscuras profundidades. La tendencia es a bajar más,
a aguantar más tiempo allí abajo, a ver con mayor nitidez,
a mejorar nuestros sistemas de comunicación y orientación,
a estudiar gases que favorezcan nuestra respiración, nuestra
resistencia, a diseñar materiales y fibras que nos aíslen
mejor, que nos permitan desplazarnos con más eficiencia y rapidez.
Crearemos máquinas que nos ayuden a soportar la insoportable
presión, que nos eviten la compresión y la descompresión.
Quizás no sea ciencia-ficción y acabemos respirando
fluidos oxigenados, modificando nuestros cuerpos con cirugía
o genéticamente para amoldarlos al medio, construyendo ciudades
sumergidas, cultivando los fondos marinos o descubriendo un nuevo
lenguaje para comunicarnos con los cetáceos. Quizás
haya riquezas desconocidas, nuevos recursos medicinales, plantas y
animales que no hemos visto ni imaginado jamás...
Del libro de los océanos sólo hemos leído las
tapas y cuatro o cinco páginas del comienzo. No hay que ser
un genio para intuir que todo el futuro del planeta dependerá
de lo que hagamos con este vasto territorio sin fronteras ni propietarios
que es nuestro Azul. Cada paso que demos en su descubrimiento será
una inversión segura para afrontar el próximo siglo
con grandes esperanzas. Puede que el mar, definitivamente, sea el
lugar de encuentro de la humanidad: un lugar donde surgió la
primera vida y hacia el que ha de volver, forzosamente, la inteligencia.
Javier Salaberria
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