Hubo
una época de nuestras vidas, hace bastante tiempo, que estuvimos
preocupados por el holocausto nuclear. En el cine y en la televisión
se encargaron de representarnos los espantos de la hipotética
locura. Incluso recuerdo que en nuestro periódico regional
hubo algún artículo que ilustraba cuáles serían
los efectos de una bomba nuclear en la capital tomando como epicentro
de la explosión la catedral. Y lo más terrorífico
era pensar que incluso en el remoto caso de salvarse del impacto
inicial, los supervivientes se enfrentarían a un mundo de
pesadilla en el que todo estaría contaminado por la radiación
durante siglos, y tanto la vida animal como vegetal desaparecerían
dado que la luz del sol quedaría oculta por décadas
gracias a la negra nube de residuos que las explosiones proyectarían
sobre la atmósfera. Invierno nuclear lo llamaban; consecuencia
fatal de la guerra fría que, paradójicamente, al calentarse
congelaría el planeta. Luego vino Chernobil y aquella nube
radioactiva que viajaba libremente sin conocer fronteras, bloques
y tratados. Recuerdo cómo veía la evolución
diaria de la espectral nube y cuando me acercaba al mar la imaginación
me jugaba malas pasadas con nubes caprichosas que amenazaban con
llenar el mar de peces de tres ojos como el de central nuclear de
Springfield. Pero con la caída del muro de Berlín,
el 9 de Noviembre de 1989, el peligro de enfrentamiento entre las
superpotencias se disipaba. Poco después desaparecía
la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas
y el Pacto de Varsovia. La tensión nuclear parecía
desaparecer con ellos y el desarme se veía más factible
que nunca. El efecto, sin embargo, no fue el esperado. EE.UU. emergía
en solitario como gendarme del mundo y los resto de la Unión
Soviética se los rifaban mafias carroñeras dispuestas
a vender al mejor postor su obsoleto e insostenible arsenal.
Hoy nadie dedica un segundo a pensar que el peligro nuclear sigue
siendo tan real o mayor que antes. En su defecto, cuando nos sumergimos
en aguas de Bikini para sorprendernos con el Saratoga, pensamos
que aquella carrera nuclear es algo tan pasado como los kamikazes
que se estrellaron contra su casco. Nada más lejos de la
realidad.
Las famosas armas de destrucción masiva, especialmente las
estratégicas (las de mayor potencia destructiva) disuadieron
a las potencias de provocar una nueva guerra mundial. El panorama
actual es mucho más inestable y si bien no existen dos gigantes
capaces de destruir el mundo varias veces con su poderoso arsenal,
hay muchos más candidatos que antes a utilizar un arma nuclear
táctica (de menor potencia). Y lo peor de todo es que tampoco
los kamikazes son cosa del pasado. Así que tenemos sobre
la mesa todos los elementos para que brutalidades como las de Hiroshima
o Nagashaki vuelvan a suceder. Eso sí, esta vez no será
un gobierno democrático el que lance el horror
desde sus pulcros y brillantes aviones, así que puede que
lo podamos ver en directo y en primera fila. Estoy seguro que lo
habrán intentado ya, pero se habrá decretado el secreto
de estado para no alarmar a la población innecesariamente.
Recuerdo perfectamente la impresión que me produjo ver a
Charlton Heston descubrir el trágico final de la humanidad
en la primera versión de El Planeta de los Simios.
El pecio del portaviones Saratoga se me antoja como una parábola
sumergida parecida a la de la Estatua de la Libertad varada en la
playa de aquella magnífica película. Sirvió
en la guerra y sobrevivió a los más feroces ataques
de lo que fueron, quizás, los últimos guerreros samurais
con honor y valentía suficientes para no dudar en estrellar
sus aviones, por la gloria de su Emperador, contra las naves enemigas
. Fueron el último viento divino. Pero el Saratoga
sobrevivió también con honor. Sin embargo, como pago
a sus innumerables y heroicos servicios, decidieron darle un final
poco honorable. Esta vez el viento nuclear acabó con él
y con los últimos restos de honorabilidad que quedaba en
la guerra moderna. Un botón pulsado a miles de kilómetros
de distancia era suficiente para acabar con la vida de cientos de
miles.
Este pecio es todo un símbolo, un King Kong derribado del
rascacielos de su gloria por armas para las que nadie estaba preparado,
armas que nadie hubiera soñado jamás. La ciencia,
había abierto para siempre el Arca de la Alianza que guardaba
los secretos de la energía creacional, pero para utilizarla
en sentido opuesto. Una Caja de Pandora que sigue abierta y que
aún no sabemos cómo cerrar.
Espero que esta civilización no acabe siendo un enorme pecio
visitado sólo por extraterrestres.
Javier Salaberria
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