Se rompió el decorado

Las peores pesadillas de la ciencia ficción se han hecho realidad en el Golfo de Bengala y han llenado las pantallas de nuestros televisores con un macabro estreno de Navidad, una horrible despedida del año bisiesto. Ni siquiera hemos podido tener la oportunidad de que algún héroe o superhéroe salvara a la humanidad de esta catástrofe, como ocurría en Deep Impact. Los meteoritos, al menos, nos darían una oportunidad. Pero esta catástrofe se gestó en secreto en las propias entrañas del planeta. Nadie avisó, o nadie pudo hacerlo, de la visita del ángel de la muerte, que esta vez se presentó en forma de olas gigantescas. Las trasparentes aguas del Índico, paraíso para buceadores de todo el mundo, transformaron la tierra en un infierno. Cualquiera de nosotros podía haber estado allí, disfrutando de unas idílicas vacaciones. Pero este terrible golpe que nos ha dado el mar ¿habrá servido para despertarnos del hipnótico sueño en el que vive esta civilización? Yo creo que a la vista de lo que se ha escrito y hablado la respuesta es: no, seguimos hipnotizados.

Muchos creen que la magnitud de la catástrofe tiene que ver más con la falta de previsión y el bajo nivel de vida de las poblaciones de la zona: falta de medios y de preparación, fragilidad de infraestructuras y construcciones... Es decir, siguen en sus trece sobre nuestra capacidad de controlar lo incontrolable. Es posible que, efectivamente, si esto sucediera en el Atlántico contaríamos menos víctimas. Pero en el Norte tenemos otros riesgos que no tienen en el Sur, a pesar de nuestras maravillosas infraestructuras, previsiones y organización. No quiero ni pensar las víctimas que dejaría una posible catástrofe nuclear contra la que nosotros tenemos las mismas posibilidades de supervivencia que las víctimas de los tsunamis. Si alguna vez explota una de esas genialidades de la ciencia lo hará en el Norte, no en el Sur.

Hay personas que se interesan sólo por saber cuánto tardaremos en poder volver a hacer turismo por esas costas e islas paradisíacas. Hemos visto cómo las olas ahogaban a turistas y a lugareños, pero hasta en eso hay clases. Muertos de primera y muertos de segunda. Edificios de hormigón y chamizos de supervivencia. Perdidas todas las esperanzas de poder crear riqueza de otro modo todos se temen ahora perder lo único que atraía dinero. Sin embargo, parece un esperpento que mientras unas personas gastan allí, rodeadas de lujo y placer, lo que les sobra de sus repletas despensas, unos metros más adentro la pobreza y la miseria se adueña de los millones de almas dependientes de nuestras migajas. Ahora también temen perderlas.

Muchos supervivientes hablan de suerte. Muy pocos dan gracias a Dios. Es el signo laico de los tiempos. Algunos incluso piden una explicación teológica a pesar de ser agnósticos: ¿si existe Dios, por qué permite esto? No sólo lo permite, sino que lo desea, y sólo su misericordia evita que la destrucción sea aún mayor. En un mundo en el que se secuestran niños para venderlos o para matarlos y vender sus órganos ¿cuántos hombres justos habrá que encontrar para evitar que el fuego divino llueva desde los cielos y arrase al ser humano? Las víctimas no son los muertos, no al menos desde un punto de vista religioso, sino los supervivientes. El mensaje es para los vivos. A los muertos se les acabó la obra, se les entierra y se les olvida. A los vivos nos toca seguir actuando, avisados, o lo que es lo mismo, con más responsabilidad que antes.

Pero nadie en su sano juicio laico interpretaría esto como un aviso o un castigo, por lo que me temo que asistiremos a peores catástrofes ya que la mayor de todas es la ceguera general que produce este hipnotismo técnico-científico y materialista en el que vivimos.
Todos estamos muertos. Es una certeza. Qué más da ir muriendo poco a poco o de golpe. Lo que realmente nos sacude es ver cómo de nada nos sirven tanto tinglado y tanto desarrollo frente a un simple capricho natural. Nuestro famoso control y seguridad se desmoronan y corremos el riesgo de deshipnotizarnos. Por eso es importante ahora reconstruir lo antes posible este “roto” en el decorado del gran plató televisivo en el que se ha convertido el mundo moderno.

 


Javier Salaberria


 
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