Los signos del océano

Dice el poeta: “Hay tres tipos de hombres: los vivos, los muertos y los que se encuentran la mar”.
Para los poetas, el océano ha inspirado siempre una serie de evocaciones sobre el más allá, sobre la muerte y la vida después de la muerte, sobre lo desconocido y los mundos ocultos. En la Edad Media el planeta se representaba plano. Tras los confines del mundo conocido se abría un abismo poblado de monstruos en el que pocos se aventuraban a navegar. Para aquellos hombres las profundidades del mar eran un mundo prohibido para los hombres.
Los árabes, sin embargo, no eran tan tenebrosos a la hora de representar el océano. Para ellos, acostumbrados a la vida en los áridos desiertos de arena, el mar era un desierto de aguas saladas. Un poeta sufí cree que el océano es una metáfora de la muerte: su apariencia es la de un desierto inhóspito en la superficie, pero sus profundidades rebosan de vida y belleza. Los tesoros de Allah están ocultos tras una fina frontera desoladora. Sólo los que se aventuran a sumergirse en sus aguas descubren que lo que parecía muerto está lleno de vida. Algo que también ocurre en los grandes desiertos: las enormes dunas y los pedregales esconden miles de criaturas que sobreviven en esas extremas condiciones y cuando, por un milagro, las nubes forman una pequeña tormenta que siembra lluvias, súbitamente florecen todo tipo de semillas y plantas que estaban allí, escondidas, esperando el permiso de Allah para llenar el desierto con los colores del Arco Iris.

Cuando uno está en el mar, está solo ante la creación. Descubre la grandiosidad del Ingeniero y lo diminuto de nuestra condición. Pero esa sensación aumenta cuando uno decide sumergirse. Todos los sonidos de la vanidad del mundo desaparecen y sólo tu respiración dice de ti. Tu respiración es tu oración, es tu poema que se une al del océano. Tu respiración es el movimiento de las algas, las olas en la orilla, los peces aleteando, las burbujas de aire como planetas de luz en un cosmos que abandonan veloces. Estás ahí tú sólo, y la creación te rodea convirtiéndote en su centro, en el motivo de su existencia. Tu cuerpo a penas puedes percibirlo, eres un ser espiritual en un mundo milagroso.

Súbitamente un ángel se presenta. Es un delfín negro que anuncia con su noble danza que el lugar donde te encuentras es sagrado, que eres un privilegiado al poder estar ahí, y que el Señor de los Mundos te dio las llaves para ser su califa, su embajador en la tierra, y espera de ti que, antes de irte a otros mundos, dejes éste como lo encontraste. Porque no te pertenece.
Dicen los nativos americanos que tarde o temprano aquello que suceda a las criaturas que pueblan la tierra y los mares nos sucederá, porque nuestro destino está unido al de ellas. Son los signos de Manitú, El Gran Espíritu, que nos habla a través de ellos.


Javier Salaberria

 
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