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TEXTO & FOTOS: Chano Montelongo
MODELO: María Junco


REPORTAJE
A las puertas del inframundo
Veo a Pepe Esteban, mi hermano mexicano y uno de los mejores buceadores de cuevas que conozco, preparar su bibotella mientras consulta con uno de los instructores de su centro de buceo sobre si añadir algún regulador más de emergencia a sus tanques. Pero al final deciden que lo mejor es llevar un “monstruo” colgado del pecho e instalarle “tres cabezas”. No es más que una nueva botella de emergencia de 12 litros de aire con tres reguladores, por si a alguien le hace falta más aire durante la inmersión. Vamos a realizar una inmersión profunda en el Cenote Angelita, un lugar reservado para buceadores con experiencia, un descenso que despierta tanta admiración y respeto como temor. Hoy no vienen clientes.

El Angelita se trata de un cenote tipo dolina o poza, un gran agujero que simplemente se hunde en la tierra en vertical hasta los 60 metros de profundidad. No es un sistema cavernoso, por lo que no hay un flujo de agua importante, ya que la obtiene únicamente por filtración. Con todo el equipo montado y guardado en la Chevrolet, pusimos rumbo hasta la pequeña localidad de Tulum, lugar conocido mundialmente por las ruinas de la Ciudad Sagrada de los mayas, construida sobre un acantilado bañado por las cristalinas aguas del Caribe, pero nosotros no nos dirigíamos allí, sino al pequeño poblado donde residen los lugareños, entre ellos Don Pablito, el dueño de los terrenos donde se encuentra el Cenote Angelita.
Un anciano barría distraído hacia ninguna dirección concreta su inexistente porche de tierra y polvo. Cuando paramos a pocos metros suyo, levantó la mirada y sólo sonrió. Luego volvió a bajar la cabeza, se dio media vuelta y entró en la casa. Don Pablito es una persona buena, un tatich, -dijo susurrándome Pepe-. Me pareció que su bajo tono de voz no era para que no se le oyera, sino de respeto. Un tatich es una especie de hombre sabio muy venerado por sus conciudadanos, una especie de patriarca del pueblo al que se le tienen muy en cuenta sus opiniones y sus consejos.
Seguí a Pepe al interior de la pequeñísima casa. Estaba todo muy oscuro y necesité unos segundos para que mis ojos se acostumbraran a las sombras. La única luz entraba por la estrecha puerta que acabábamos de atravesar. El enjuto Don Pablito, de tez morena y mirada sabia y profunda, volvió a sonreir al vernos y se acercó a mí extendiendome la mano. No dejó de mirarme a los ojos y sentí que me observaba por dentro. Pepe le trataba con un cariño especial y con un respeto particular. ¿Cómo está usted? ¿Podemos bucear en Angelita? El anciano volvió a mirarme y asintió, a la vez que mascullaba: Hoy sí, los aluxes están tranquilos. Llevan tiempo así. Luego abrió un sobado libro de contabilidad y comenzó a apuntar algo. Hace tiempo que no viene nadie -dijo sin darle importancia al hecho y sin levantar la vista del libro-.
Tras apuntar sus notas a lápiz, Don Pablito le dio las llaves del cenote a Pepe y se acercó a mí. Volvió a mirarme profundamente y me dijo: Le va a gustar lo que va a ver. Además, hoy el agua está especialmente limpia y transparente porque ha llovido. Verá como se ve la selva desde su interior.

Los aluxes
Los aluxes, según la mitología maya, son duendes traviesos que deambulan por los cultivos y montes después de la puesta de sol. Calzan alpargatas y portan sombrero y su aspecto a primera vista es el de un niño de rasgos indígenas de tres a cuatro años, pero de cerca son claramente enanos y rechonchos. Generalmente son inofensivos pero si llegan a molestarse con algún ser humano pueden enviarle un aire enfermante que produce escalofríos y calentura. Según Pepe, los aluxes son personajes bien conocidos por los buceadores de cenotes, porque, según dice él, todo buen buceador de cuevas en México ha tenido alguna experiencia o encuentro con ellos. Son muy traviesos, incansables y juguetones y son los responsables de que las cosas no funcionen como deberían antes, durante y después de una inmersión. Si se te rompe algo del equipo, o se te olvida bajarlo al agua, si no encuentras las cosas que con seguridad habías colocado en un determinado sitio o si ves cosas extrañas o sientes cosas raras, siempre es causado por un aluxe travieso. Pero nada de esto debería pasar hoy, ya que desde hacía algún tiempo Don Pablito vivía en perfecta armonía con los guardianes de sus tierras. Verdaderamente, era un alivio.
Tras salir de Tulum, 14 kilómetros en dirección sur, llegamos hasta una verja metálica junto a la carretera. Era la entrada al cenote Angelita. Al abrir las puertas de la furgoneta un desagradable baho de calor lo inundó todo. Nuestras pituitarias se emborracharon de humedad y un enjambre de enormes y terroríficos mosquitos se lanzaron sobre nosotros.

Nos apresuramos a impregnarnos por todo el cuerpo con una loción local antimosquitos y parece que conseguimos contener la embestida de estos vampiros. Cuando llevábamos andados unos 50 metros comenzamos a ver entre los árboles, a nuestra derecha y abajo, una especie de charca de color verde. Curiosamente, los sonidos del follaje estremecido por la brisa desaparecieron, al igual que los zumbidos impertinentes del ejército de mosquitos, o, al menos, a mí me lo pareció. Bajo nuestros pies la selva pareció abrirse violentamente y un enorme cráter redondo de unos 20 metros de diámetro surgió de la nada, o mejor dicho, del mísmísimo infierno. A unos dos metros por debajo del borde de esta especie de poza se observaba la superficie del agua, de tonalidad parda, como sucia, numerosas hojas y ramas caídas de los árboles de alrededor flotaban por toda charca, inertes, sin moverse, dando todo el conjunto un aspecto infecto e inmundo. En el mundo religioso de los mayas prehispánicos, en lo que todo tenía un carácter divino, se creía en la existencia de tres grandes planos armónicamente relacionados: el cielo, la tierra y el inframundo. Si esto era cierto, sin duda, este cenote era una de las entradas a ese tenebroso y temido mundo infernal, al reino de Xibalbá.

El inframundo
Poco después, todo el grupo estaba descolgándose por una pequeña cuerda en busca de la profunda y misteriosa dolina. Un pequeño salto final y todos quedamos flotando en las verdes y espesas aguas. En realidad la causa del color y la consistencia de esta capa superficial del agua era el ácido tánico formado por la descomposición de vegetales, probablemente de todas esas hojas y ramas que veíamos flotando. Eso es lo que le da una tonalidad parda y, a veces, más oscura. Generalmente se encuentra en los primeros cinco metros de profundidad de un cenote, pasados los cuales el agua vuelve a ser clara otra vez.
En los primeros metros la visibilidad era nefasta, el agua estaba llena de impurezas y parecía muy espesa. Era el ácido tánico. Todos encendimos nuestros focos y nos dejamos caer. Sin embargo, a unos pocos metros, el agua, como por arte de magia, se limpió de repente y apareció ante nosotros toda la grandiosidad de esta poza. La visibilidad era espectacular. La limpieza del agua era tan grande que se hacía imperceptible ante nuestros ojos. Todos mis compañeros, más que flotar, parecían volar. Las paredes del cenote son lisas, como cortadas a golpe de pico, y caen de forma vertical hasta el fondo. Es como una especie de tubo o probeta gigantesca. Una última mirada hacia arriba, antes de seguir el descenso y descubrí la claridad del sol de la mañana entrando rabiosa en forma de poderosos rayos luminosos que parecian cortar sin piedad las serenas aguas. Cuando bajé mi mirada buscando el fondo, descubrí a unos 20 metros bajo mis aletas una especie de nube flotante, de color marrón, como un café con leche aguado. Su aspecto era amenazador. Hay mucha visibilidad y parece que el sol entra a raudales por la parte alta del cenote, pero el ambiente dentro es lúgrube, yo diría que siniestro. No hay corriente, no hay vida. Todo parece estar quieto. Todo parece estar muerto. Seguí cayendo lentamente hacia el fondo, impulsado por mi propio peso, era la primera vez que me había sentido arrastrado y fue en ese momento cuando me vino a la mente la imagen de la pequeña Sofía, la niña protagonista de la obra El libro sagrado, los códices del Popol Vuh, basada en una leyenda maya. En la obra, Sofía decide bajar al inframundo, al reino de Xibalbá, después de leer el Popol Vuh. Va en busca de algunas respuesta al enigma de la vida. El tenebroso inframundo está formado por nueve estratos y un número igual de divinidades. Yo por ahora, no veo a nadie más que a mis compañeros, y seguro que ninguno de ellos se parece al tal Xibalbá.

Sulfato de hidrógeno
Muy pronto, demasiado, nos encontramos colgados a 30 metros de profundidad, flotando justo encima de esa especie de nube marrón. Se trata de una mezcla de azufre e hidrógeno, es decir, sulfato de hidrógeno, un gas muy común en cenotes de tipo dolina, es también producto de una bacteria en descomposición. Los buzos comenzaron a dejarse caer y daba la impresión que se los estaba tragando la tierra, como si fueran arenas movedizas. Desaparecieron primero las aletas y las piernas y, poco a poco, se fueron hundiendo en la nube marrón. Finalmente, la “cosa” me tragó a mí y aparecieron las sombras. No veía nada, sólo la ténue luz de mi foco de 50 watios cuando me lo acerqué a la nariz. Holía a... huevos podridos,... a azufre. No veía nada. Pero, afortudamente, esto no duró mucho, unos pocos metros, unos breves segundos, hasta que volví a ver a mis compañeros. Estaban muy abajo, casi en el fondo, donde parecían acumularse un montón de troncos y ramas, era como un cementerio de árboles muertos. El agua volvió a ser muy clara, pero ya no había luz, sólo la que escupían nuestras lámparas. La oscuridad era sobrecogedora.
Mi ordenador marcaba ya 22 minutos de descompresión..., a ver que se podía hacer por aquí mientras esperaba.
Volví a atravesar la capa de sulfato de hidrógeno y vi a los otros buzos salir lentamente de la nube, eran como zombis que surgían de sus tumbas.
Había un enorme árbol caído, cuyas raíces tocaban la superficie y sus retorcidas y desnudas ramas apuntaban hacia el fondo, hacia el mismísimo inframundo, como advirtiendo de sus peligros ocultos. Sofía, en su fantástico viaje al mundo de las tinieblas obtuvo sus respuestas y pudo descubrir los elementos que sostienen el mundo maya. Yo no encontré nada ¿O sí? Justo antes de subir a superficie a reunirme con mis compañeros, me acerqué al enorme árbol invertido que parecía colgar de aquel enigmático abismo de agua y lo observé detenidamente ¿Era sólo una casualidad que la metáfora de Sofía se centre en conseguir unir el rompecabezas del árbol de la vida? ¿Estaba la clave en la savia que alimenta la existencia del hombre?

Extracto del libro “El laberinto de los sueños” que Deep Blue Vídeo lanzará al mercado en los próximos meses (deepblue-video.com)