El
Angelita se trata de un cenote tipo dolina o poza, un gran agujero
que simplemente se hunde en la tierra en vertical hasta los 60 metros
de profundidad. No es un sistema cavernoso, por lo que no hay un
flujo de agua importante, ya que la obtiene únicamente por
filtración. Con todo el equipo montado y guardado en la Chevrolet,
pusimos rumbo hasta la pequeña localidad de Tulum, lugar
conocido mundialmente por las ruinas de la Ciudad Sagrada de los
mayas, construida sobre un acantilado bañado por las cristalinas
aguas del Caribe, pero nosotros no nos dirigíamos allí,
sino al pequeño poblado donde residen los lugareños,
entre ellos Don Pablito, el dueño de los terrenos donde se
encuentra el Cenote Angelita.
Un anciano barría distraído hacia ninguna dirección
concreta su inexistente porche de tierra y polvo. Cuando paramos
a pocos metros suyo, levantó la mirada y sólo sonrió.
Luego volvió a bajar la cabeza, se dio media vuelta y entró
en la casa. Don Pablito es una persona buena, un tatich, -dijo susurrándome
Pepe-. Me pareció que su bajo tono de voz no era para que
no se le oyera, sino de respeto. Un tatich es una especie de hombre
sabio muy venerado por sus conciudadanos, una especie de patriarca
del pueblo al que se le tienen muy en cuenta sus opiniones y sus
consejos.
Seguí a Pepe al interior de la pequeñísima
casa. Estaba todo muy oscuro y necesité unos segundos para
que mis ojos se acostumbraran a las sombras. La única luz
entraba por la estrecha puerta que acabábamos de atravesar.
El enjuto Don Pablito, de tez morena y mirada sabia y profunda,
volvió a sonreir al vernos y se acercó a mí
extendiendome la mano. No dejó de mirarme a los ojos y sentí
que me observaba por dentro. Pepe le trataba con un cariño
especial y con un respeto particular. ¿Cómo está
usted? ¿Podemos bucear en Angelita? El anciano volvió
a mirarme y asintió, a la vez que mascullaba: Hoy sí,
los aluxes están tranquilos. Llevan tiempo así. Luego
abrió un sobado libro de contabilidad y comenzó a
apuntar algo. Hace tiempo que no viene nadie -dijo sin darle importancia
al hecho y sin levantar la vista del libro-.
Tras apuntar sus notas a lápiz, Don Pablito le dio las llaves
del cenote a Pepe y se acercó a mí. Volvió
a mirarme profundamente y me dijo: Le va a gustar lo que va a ver.
Además, hoy el agua está especialmente limpia y transparente
porque ha llovido. Verá como se ve la selva desde su interior.
Los
aluxes
Los aluxes, según la mitología maya, son duendes traviesos
que deambulan por los cultivos y montes después de la puesta
de sol. Calzan alpargatas y portan sombrero y su aspecto a primera
vista es el de un niño de rasgos indígenas de tres
a cuatro años, pero de cerca son claramente enanos y rechonchos.
Generalmente son inofensivos pero si llegan a molestarse con algún
ser humano pueden enviarle un aire enfermante que produce escalofríos
y calentura. Según Pepe, los aluxes son personajes bien conocidos
por los buceadores de cenotes, porque, según dice él,
todo buen buceador de cuevas en México ha tenido alguna experiencia
o encuentro con ellos. Son muy traviesos, incansables y juguetones
y son los responsables de que las cosas no funcionen como deberían
antes, durante y después de una inmersión. Si se te
rompe algo del equipo, o se te olvida bajarlo al agua, si no encuentras
las cosas que con seguridad habías colocado en un determinado
sitio o si ves cosas extrañas o sientes cosas raras, siempre
es causado por un aluxe travieso. Pero nada de esto debería
pasar hoy, ya que desde hacía algún tiempo Don Pablito
vivía en perfecta armonía con los guardianes de sus
tierras. Verdaderamente, era un alivio.
Tras salir de Tulum, 14 kilómetros en dirección sur,
llegamos hasta una verja metálica junto a la carretera. Era
la entrada al cenote Angelita. Al abrir las puertas de la furgoneta
un desagradable baho de calor lo inundó todo. Nuestras pituitarias
se emborracharon de humedad y un enjambre de enormes y terroríficos
mosquitos se lanzaron sobre nosotros.
Nos
apresuramos a impregnarnos por todo el cuerpo con una loción
local antimosquitos y parece que conseguimos contener la embestida
de estos vampiros. Cuando llevábamos andados unos 50 metros
comenzamos a ver entre los árboles, a nuestra derecha y abajo,
una especie de charca de color verde. Curiosamente, los sonidos
del follaje estremecido por la brisa desaparecieron, al igual que
los zumbidos impertinentes del ejército de mosquitos, o,
al menos, a mí me lo pareció. Bajo nuestros pies la
selva pareció abrirse violentamente y un enorme cráter
redondo de unos 20 metros de diámetro surgió de la
nada, o mejor dicho, del mísmísimo infierno. A unos
dos metros por debajo del borde de esta especie de poza se observaba
la superficie del agua, de tonalidad parda, como sucia, numerosas
hojas y ramas caídas de los árboles de alrededor flotaban
por toda charca, inertes, sin moverse, dando todo el conjunto un
aspecto infecto e inmundo. En el mundo religioso de los mayas prehispánicos,
en lo que todo tenía un carácter divino, se creía
en la existencia de tres grandes planos armónicamente relacionados:
el cielo, la tierra y el inframundo. Si esto era cierto, sin duda,
este cenote era una de las entradas a ese tenebroso y temido mundo
infernal, al reino de Xibalbá.
El
inframundo
Poco después, todo el grupo estaba descolgándose por
una pequeña cuerda en busca de la profunda y misteriosa dolina.
Un pequeño salto final y todos quedamos flotando en las verdes
y espesas aguas. En realidad la causa del color y la consistencia
de esta capa superficial del agua era el ácido tánico
formado por la descomposición de vegetales, probablemente
de todas esas hojas y ramas que veíamos flotando. Eso es
lo que le da una tonalidad parda y, a veces, más oscura.
Generalmente se encuentra en los primeros cinco metros de profundidad
de un cenote, pasados los cuales el agua vuelve a ser clara otra
vez.
En los primeros metros la visibilidad era nefasta, el agua estaba
llena de impurezas y parecía muy espesa. Era el ácido
tánico. Todos encendimos nuestros focos y nos dejamos caer.
Sin embargo, a unos pocos metros, el agua, como por arte de magia,
se limpió de repente y apareció ante nosotros toda
la grandiosidad de esta poza. La visibilidad era espectacular. La
limpieza del agua era tan grande que se hacía imperceptible
ante nuestros ojos. Todos mis compañeros, más que
flotar, parecían volar. Las paredes del cenote son lisas,
como cortadas a golpe de pico, y caen de forma vertical hasta el
fondo. Es como una especie de tubo o probeta gigantesca. Una última
mirada hacia arriba, antes de seguir el descenso y descubrí
la claridad del sol de la mañana entrando rabiosa en forma
de poderosos rayos luminosos que parecian cortar sin piedad las
serenas aguas. Cuando bajé mi mirada buscando el fondo, descubrí
a unos 20 metros bajo mis aletas una especie de nube flotante, de
color marrón, como un café con leche aguado. Su aspecto
era amenazador. Hay mucha visibilidad y parece que el sol entra
a raudales por la parte alta del cenote, pero el ambiente dentro
es lúgrube, yo diría que siniestro. No hay corriente,
no hay vida. Todo parece estar quieto. Todo parece estar muerto.
Seguí cayendo lentamente hacia el fondo, impulsado por mi
propio peso, era la primera vez que me había sentido arrastrado
y fue en ese momento cuando me vino a la mente la imagen de la pequeña
Sofía, la niña protagonista de la obra El libro sagrado,
los códices del Popol Vuh, basada en una leyenda maya. En
la obra, Sofía decide bajar al inframundo, al reino de Xibalbá,
después de leer el Popol Vuh. Va en busca de algunas respuesta
al enigma de la vida. El tenebroso inframundo está formado
por nueve estratos y un número igual de divinidades. Yo por
ahora, no veo a nadie más que a mis compañeros, y
seguro que ninguno de ellos se parece al tal Xibalbá.
Sulfato de hidrógeno
Muy pronto, demasiado, nos encontramos colgados a 30 metros de profundidad,
flotando justo encima de esa especie de nube marrón. Se trata
de una mezcla de azufre e hidrógeno, es decir, sulfato de
hidrógeno, un gas muy común en cenotes de tipo dolina,
es también producto de una bacteria en descomposición.
Los buzos comenzaron a dejarse caer y daba la impresión que
se los estaba tragando la tierra, como si fueran arenas movedizas.
Desaparecieron primero las aletas y las piernas y, poco a poco,
se fueron hundiendo en la nube marrón. Finalmente, la cosa
me tragó a mí y aparecieron las sombras. No veía
nada, sólo la ténue luz de mi foco de 50 watios cuando
me lo acerqué a la nariz. Holía a... huevos podridos,...
a azufre. No veía nada. Pero, afortudamente, esto no duró
mucho, unos pocos metros, unos breves segundos, hasta que volví
a ver a mis compañeros. Estaban muy abajo, casi en el fondo,
donde parecían acumularse un montón de troncos y ramas,
era como un cementerio de árboles muertos. El agua volvió
a ser muy clara, pero ya no había luz, sólo la que
escupían nuestras lámparas. La oscuridad era sobrecogedora.
Mi ordenador marcaba ya 22 minutos de descompresión..., a
ver que se podía hacer por aquí mientras esperaba.
Volví a atravesar la capa de sulfato de hidrógeno
y vi a los otros buzos salir lentamente de la nube, eran como zombis
que surgían de sus tumbas.
Había un enorme árbol caído, cuyas raíces
tocaban la superficie y sus retorcidas y desnudas ramas apuntaban
hacia el fondo, hacia el mismísimo inframundo, como advirtiendo
de sus peligros ocultos. Sofía, en su fantástico viaje
al mundo de las tinieblas obtuvo sus respuestas y pudo descubrir
los elementos que sostienen el mundo maya. Yo no encontré
nada ¿O sí? Justo antes de subir a superficie a reunirme
con mis compañeros, me acerqué al enorme árbol
invertido que parecía colgar de aquel enigmático abismo
de agua y lo observé detenidamente ¿Era sólo
una casualidad que la metáfora de Sofía se centre
en conseguir unir el rompecabezas del árbol de la vida? ¿Estaba
la clave en la savia que alimenta la existencia del hombre?
Extracto del libro El laberinto de los sueños
que Deep Blue Vídeo lanzará al mercado en los próximos
meses (deepblue-video.com)
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