TURISMO
TEXTO & FOTOS: Chano Montelongo
Las nueve esmeraldas que guarda el Monzón
A penas dos horas después de habernos hecho a la mar, la embarcación abandonó la línea de la costa poniendo rumbo Nornoroeste, en dirección a las Islas Similan. Pronto las últimas luces de la ciudad de Patong se disolvieron en la noche por popa y quedamos navegando en la más absoluta negrura, sólo a veces salpicada por los reflejos del placton luminiscente que emergían de entre las olas. En la cubierta del Poseidón, un viejo pesquero reformado para viajes de buceo, casi nos hacinábamos diez personas que, a la intemperie y sobre viejas colchonetas con sabor a sudor rancio y arena, intentábamos conciliar el sueño. El viaje sería largo y duro, pero sabíamos que la recompensa valía la pena: Encontrar el Tesoro Esmeralda.
 
Los primeros rayos de sol me despertaron de mi profundo sopor. En seguida me di cuenta que la mayoría de mis compañeros de viaje no habían pegado ojo. Al parecer, el barco no dejó de moverse en toda la noche. Por babor ya se dibujaban los suaves contornos de Ko Huyong, la isla más al sur del desierto archipiélago de Similan, y ya todos soñábamos con desembarcar y comenzar a desenterrar el fabuloso secreto que nos aguardaba en la isla, que, por supuesto, no era un tesoro de gemas, piedras preciosas ni otras riquezas materiales, sino algo aún más valioso que se ocultaba bajo el color marfil de sus arenas, el esmeralda de sus aguas y el zafiro de su cielo. Bendecido con algunos de los más sanos y diversos arrecifes, el Parque Marítimo Nacional de las Islas Similan está considerado como uno de los Top Dive del buceo mundial. Este archipiélago está situado a más de 120 kilómetros del continente asiático, en pleno corazón del Mar de Adamán, en aguas tailandesas, muy cerca de los límites territoriales con Birmania. Su nombre tiene su origen en la palabra malasia sembelan que significa nueve, porque, precisamente, nueve son las islas que forman este archipiélago. Todas ellas deshabitadas, todas ellas salvajes, todas ellas virgenes aún...

Abierto pocos meses
Con destreza, el capitan sorteó los numerosos escollos de piedra y coral que salpicaba la bahía Beacon de Ko Similan, la isla principal, y fondeó a pocos metros de las blancas arenas de la paradisiaca playa. Con ayuda de la tripulación echamos al agua una pequeña neumática y una ridícula chalupa y comenzamos a desembarcar los víveres, los materiales del campamento y los equipos de buceo. Una vez en tierra, después de varios viajes, y bajo centenarios ficus gigantes, levantamos las tiendas de campaña. El Parque Marítimo de Similan sólo permanece abierto unos pocos meses al año, de noviembre a abril. El resto del año, el poderoso y contradictorio monzón del suroeste vigila diligentemente que nadie acceda a las islas, convirtiendo en una verdadera imprudencia todo acercamiento a las mismas. Los fuertes temporales de viento y agua y los peligrosos arrecifes que salpican caprichosamente las costas lo hacen imposible.
Nuestra pequeña expedición, formada por unas 15 personas -entre las cuales hay dos tripulantes del barco y dos cocineros- desembarcó en la isla principal bajo la protección y el auspicio de Klaus Orlik, un alemán afincado desde hace más de 25 años en Tailandia que puede presumir de ser el único hombre que posee autorización del gobierno thai para acampar en Ko Similan. Las costas de las islas son de arena blanca con brillantes y exuberantes bosques tropicales en los que sobresalen gigantescas rocas de granito del tamaño de pequeños edificios. Las rocas, las grutas y los túneles submarinos son espectaculares. El sorprendente fondo marino, verdaderos jardines mágicos de coral multicolor, acoge a infinidada de especies tropicales, destacando las mantas rayas y las gigantescas tortugas de mar. Hay especies sobrecogedoras como los meros gigantes y los venenosos peces piedra y peces león. Los tiburones de puntas blancas y los leopardo también son frecuentes en estas aguas.
Nuestras primeras inmersiones las realizamos en las islas de Ko Similan y Ko Miang con el agua a 31 grados centígrados y con visibilidades cercanas a los 30 metros. El verde esmeralda de las aguas envuelven a todas horas unos fondos practicamente colonizados por todo tipo de esponjas y corales blandos y duros. Es como un gran jardín de coral salpicado por una indescriptible explosión de vida: Peces ángel, mariposa, cristal, cirujanos, ballestas, cofres, globos, labiosdulces, meros del coral,... una cantidad insultante que no permitía asentar la vista en ningún lugar en concreto. Los bancos de fusileros y de magníficos peces rey separaban constantemente al grupo, mientras grandes túnidos merodeaban curiosos en las cercanias. Las gorgonias gigantes, abiertas cual abanicos de colores, parecían descolgarse a nuestro paso de las adornadas paredes del arrecife, como si se asomaran al observar a esa rara especie productora de ruidosas burbujas, el único sonido que perturbaba aquella paz eterna. Todo el fondo de arena blanca está salpicado de insinuantes montoncitos tras los que se ocultan pintorescas rayas de lunares azules, muy desconfiadas y asustadizas y poco amigas de posar ante mi cámara. Tras las inmersiones subíamos al barco con una verdadera borrachera de color y de vida, intentando la casi imposible tarea de hacer un repaso mental y memorizar todo lo que nuestros ojos habían visto ese día.
En tierra nos esperaban fieles los dos cocineros tailandeses de la expedición, verdaderos maestros culinarios que nos ofrecían siempre los mejores manjares de la internacionalmente famosa cocina thai. La jornada la pasábamos sumidos en un placentero sopor, del que supongo es responsable la suave temperatura de los trópicos y el elevado grado de humedad del ambiente. Descansábamos siempre a la sombra de los salvajemente retorcidos árboles de la jungla, sobre la misma arena de la idílica playa. Y en esas circunstancia pudimos apreciar que la isla no estaba tan desierta como nos aseguraron antes del viaje. Lejos de parecer dormida o aletargada, la jungla parecía respirar por sí misma, estaba, sin duda, viva y, aunque nunca pudimos ver a sus invisibles inquilinos, sí les oíamos y les sentíamos durante todo el día, tras el espeso follaje de la vegetación: el chirriar de las cigarras, los rítmicos sonidos de las cacatuas y los bellos cánticos de otros pájaros. Por la noche nos llegaban los arrastrados sonidos de alguna cautelosa e inofensiva serpiente y vimos, al principio sobresaltados, un montón de atrevidas y saltarinas ratas de campo que a menudo pasaban a toda velocidad entre nosotros. Y aunque parezca mentira, uno termina acostumbrándose a todo esto. Se lo aseguro. Todas las noches (las siete de la tarde del “frio” enero) nos reuniámos ante una atractiva y sorprendente mesa improvisada llena de sabrosas viandas. No faltaba de nada para cenar. Comiamos sentados en el suelo entre antorchas clavadas en la arena y, posteriormente, haciamos sobremesa entorno a un gran fuego de campamento, donde degustábamos unos extraños cubatas elaborados con un típico brebaje local al que llamaban Meikon, o algo así. Pura ambrosía.

Más emociones
Día tras día, las inmersiones se sucedían y, aunque no nos cansábamos de los extraordinarios e idílicos paisajes submarinos ni de las multicolores especies tropicales que nos rodeaban, en la tercera jornada pedimos a Raina, nuestro jefe de grupo, al que bautizamos cariñosamente como el McGiver de las profundidades por su destreza con las herramientas y su envidiable capacidad para arreglar cualquier avería, que nos llevara a ver algo más excitante. Pusimos rumbo a la isla de Ko Payang, más al sur. Hasta ahora nuestras inmersiones no habían sobrepasado los 30 metros de profundidad y nos preparamos para bajar más y para movernos entre fuertes corrientes. Ibamos en busca de tiburones, tortugas y grandes túnidos. Desde el principio, Raina impuso un ritmo frenético de aleteo. Había que moverse muy rápido, ya que en estos parajes casi vírgenes, los animales no están acostumbrados a la presencia del hombre y huyen en cuanto nos advierten. Pronto divisamos, a unos 20 metros, la figura de una tortuga que se movía veloz en dirección contraria a la nuestra y junto a ella la silueta de un ágil escualo se movió rápido para ocultarse tras unas rocas. Con fuerte aleteo sobrevolamos una cortada pared de piedra y, mirando al fondo, Raina señaló con una mano mientras se llevaba la otra sobre su cabeza imitando una aleta. Eran dos tiburones de puntas blancas, muy escurridizos que se movían entre cárdumenes de peces. Me dejé caer como una avalancha sobre el que tenía más cerca que empezó a huir en cuanto me sintió. Con las manos extendidas sujetando la cámara digital, con un ojo en el visor y otro en el ordenador de mi muñeca, intenté encuadrar al escualo. Mientras, los dígitos del profundímetro aumentaban con rapidez (... 38, 40, 41, 42...). Disparé, capturando la imagen vertiginosa del puntas blancas atravesando un banco de pargos amarillos.
El resto de las inmersiones se sucedieron entre los variados y espectaculares arrecifes de coral del Mar de Andamán, considerados los mejores de Thailandia. Estos arrecifes crecen muy lentamente: un metro de coral puede tardar 1000 años en formarse. Dado que un arrecife es una fuente de alimento y protección, constituye la base de un ecosistema marino único.
El arrecife consta de los constructores reales (básicamente corales duros, cuyos esqueletos calizos constituyen la base del arrecife) y de los habitantes cuyos restos contribuyen a su creación. Son miles de plantas y animales que viven en torno a un arrecife de coral.

 
 
Copyright (c) 2001 BUCEO XXI - S.G.I. Asociados - Todos los derechos reservados